En España hay dos nombres propios que podríamos asociar a estas posturas encontradas y que suenan con fuerza principalmente debido a su experiencia profesional y también a sus publicaciones, a las entrevistas que conceden, las conferencias a las que acuden como ponentes o a la difusión que dan a sus posiciones los medios de comunicación que tocan el tema del colecho o, de forma más amplia, del sueño infantil.

Eduard Estivill

Como detractor, o al menos como no defensor del colecho, encontramos a Eduard Estivill. Es médico cirujano especializado en Neurofisiología clínica y Pediatría por la Universidad de Barcelona y es además Especialista Europeo en Medicina del Sueño. En lo que atañe al sueño de los niños es famoso su libro “Duérmete niño”, publicado en su primera edición en 1996, donde aglutina un conjunto de normas y rutinas que propone a los padres poner en práctica para evitar los “trastornos del sueño” de sus hijos. Este conjunto de recomendaciones es popularmente conocido como “Método Estivill” y supone poner en práctica unas determinadas rutinas dependiendo de la edad del peque, con el fin de enseñarle a dormir desde recién nacido. Dormir con el niño, permanecer cerca de él, acariciarle, cantarle o mecerlo en brazos son acciones que desaconseja completamente más allá de los 3 meses, por lo que se extrae de su método que no comparte la idea de que el colecho tenga ninguna clase de beneficio para el bebé ni para los padres, como así lo ha expuesto además en diferentes entrevistas. Propone, de hecho, trasladar al bebé a otra habitación a partir del tercer mes de vida aproximadamente y establecer unas pautas para enseñarle a dormir solo, sin ninguna compañía.
El niño de corta edad que se ve durante la noche durmiendo solo en una habitación lejos de sus padres, a menudo reclamará la presencia de éstos mediante el llanto. Llorar, recordemos, es la única forma que tiene el pequeño de expresarse y trasladar a los adultos que algo no va bien. Por ejemplo, la presencia de una determinada dolencia o enfermedad, que tiene hambre, que tiene frío o calor, que su pañal está sucio, o sencillamente que necesita de la presencia de sus padres para sentirse seguro, amparado. Es aquí donde el “Método Estivill” entra en acción a través de unas pautas de comportamiento en los adultos que se estructuran en torno a una serie de acercamientos a la habitación del niño, medidos a reloj, cada vez que llora. Estas visitas se harán cada vez más cortas y espaciadas a lo largo de varios días hasta que acabe por recurrir con menos frecuencia al llanto y perciba que puede dormir porque está seguro aunque esté solo.
En más de una ocasión, Eduard Estivill ha expuesto que dormir con el bebé o cerca de él no supone ningún beneficio y que así lo corroboran las Sociedades Americana y Española del Sueño y las de Pediatría de ambos países, de las que es miembro activo. Su posicionamiento es claro al respecto y solamente hasta los 3 meses de vida del niño, aprueba que éste pernocte en la misma habitación que los padres, aunque siempre en su cuna y no en la misma cama.

Carlos González

Carlos González, por su parte, es también médico pediatra por la Universidad de Barcelona y fundador y presidente de la Asociación Catalana Pro Lactancia Materna desde 1991. Ha publicado numerosos libros desde el año 99 a través de los cuales expone su visión sobre cómo criar a los hijos, apostando por la crianza natural, donde entran en juego de forma muy significativa mantener con ellos el contacto físico, así como compartir tiempo y espacio, desde bien pequeños. Su libro más famoso es “Bésame mucho” cuyo año de publicación es 2006.
En lo que atañe al sueño de los niños, podemos situar a Carlos González mucho más cercano a la visión que defiende el colecho. Aborda el tema desde un punto de vista mucho menos estricto que su colega de profesión, Estivill. Apuesta por responder de forma más natural y menos estructurada ante la situación de que el niño llore o se despierte varias veces durante la noche. Que un bebé recién nacido que se deja solo en una habitación se sienta desprotegido y desamparado y reclame mediante el llanto la presencia de sus padres es completamente normal y razonable. Entiende además que desde bien pequeño un bebé reclame la proximidad de su madre que es quien puede proporcionarle su principal alimento si le da el pecho o de su padre o su madre indistintamente si se le da biberón. A este respecto, explica que el colecho es por tanto resultado de la necesidad del bebé de sentirse protegido, pero principalmente de alimentarse.
Como expone en sus libros y en sus entrevistas, no comparte la idea de dejar a un bebé solo en una habitación aparte mientras llora desconsoladamente, ya que lo único que consiguen sus padres es no dormir por culpa de los llantos o bien no hacerlo por culpa de los remordimientos por no acudir a su consuelo. Efectivamente no niega que los métodos conductuales funcionen, no obstante lo que pone en cuestión sobre ellos es la meta que los padres tienen en mente conseguir: o bien que el niño aprenda a parar de llorar y sea capaz de dormir solo a medida que dejamos de atenderle o bien que el niño interiorice que le prestaremos atención siempre que lo necesita, de forma que se sienta lo suficientemente seguro como para no llorar y, por consiguiente, dormir tranquilo.
Si los malos ratos y los trastornos del sueño del bebé se pueden resolver teniendo cerca al niño durante la noche, Carlos González recomienda fervientemente el colecho y además, no determina ningún tipo de limitación para practicarlo conforme a la edad del pequeño. No hay reglas estrictas ni pautas, solo respuestas instintivas. En definitiva, apuesta por normalizar el sueño conjunto de padres e hijos, así como desestigmatizar una práctica que, lejos de tener que plantearse como una cuestión moral, debiera entenderse como algo completamente natural, siempre y cuando se encuentre dentro de unos límites de sentido común razonables.

Estudios rebaten las tésis de Eduard Stivill


Sin embargo, existen investigaciones que corroboran los efectos negativos sobre la salud física y emocional del niño (y por consiguiente, del futuro adulto) por la falta de acompañamiento y amparo en el transcurso de sus primeros años de vida, sobre todo durante la noche y también como consecuencia del llanto desconsolado. La falta de contacto con su figura de apego tiene consecuencias directas sobre su percepción del mundo y sobre cómo explorarlo y un mal desarrollo en este sentido trae consigo propensión a situaciones de estrés, miedo y ansiedad.

¿Y cómo es posible que pueda estar predisponiéndose a un niño a padecer depresión o lesiones cerebrales en el futuro?

Básicamente se debe a que las conexiones neuronales que se forman durante los primeros años de vida de cualquier ser humano de alguna manera “programan” el funcionamiento de su cerebro de cara al resto de su vida. El cerebro humano es más permeable durante los 6 primeros años y aún más desde el nacimiento hasta los 3 años, cuando ya se ha desarrollado completamente. Así es que dependiendo de cómo sean los estímulos externos que reciba durante esa primera etapa las conexiones neuronales serán de una manera u otra y se crearán unas conexiones concretas y otras desaparecerán. Su cerebro quedará “programado” en función de esas conexiones y determinará su desarrollo físico, emocional e intelectual hasta su edad adulta.

¿Qué supone someter a un niño a episodios continuados de estrés y llanto desconsolado?

Veamos, el llanto es por así decir la punta del iceberg, la parte visible de lo que le está sucediendo en una situación de ansiedad. Un bebé que llora desconsoladamente porque no es atendido sufre alteraciones en su organismo. A corto plazo, el llanto continuado hace que la presión en sangre en el cerebro se eleve, el flujo sanguíneo se obstruya más fácilmente y la oxigenación empeore. Llorar es la respuesta ante una situación estresante pero no por cesar de llorar, el niño deja de padecer internamente esa situación de estrés.

Uno de los pocos estudios que existen acerca del empleo de técnicas de adiestramiento se realizó en la Facultad de Educación de la Universidad del Norte de Texas y fue publicado por Wendy Middlemiss en 2012. En él se sometió a 25 bebés de entre 4 y 10 meses a dichas técnicas durante 5 días y el estudio reveló que los bebés efectivamente dejaban de llorar cuando se les dejaba solos a partir del tercer día. Sin embargo, en ese momento los niveles de adrenalina y cortisol (denominada hormona del estrés y que es además inhibidora de la serotonina, una sustancia que funciona como neurotransmisora) eran tan altos como antes de comenzar el adiestramiento. A pesar de no llorar el nivel de estrés del bebé era el mismo que padecía durante el primer día que se quedaba solo y lloraba. Es decir, lo que sucedía no es que el niño hubiera dejado de angustiarse si no que había “aprendido” a angustiarse en silencio. Esto supone que el niño vive esa situación estresante prolongada de todas maneras pero no la exterioriza, lo que puede llegar a aflorar en su edad adulta y presentarse de muy diversas formas.

El problema se acentúa al someterlo a episodios continuados de llantos y estrés que favorecen una súper producción de niveles de adrenalina y cortisol en un cerebro en pleno desarrollo que, recordemos, en el primer año de vida puede triplicar sus conexiones neuronales. Tal como determinan diversas investigaciones llevadas a cabo en la Escuela de Medicina de la Universidad de Yale, someter a un estrés intenso a un niño puede afectar a su sistema de neurotransmisiones ocasionando disfunciones y cambios estructurales que resultan ser parecidas a las que presentan los cerebros adultos de personas diagnosticadas de depresión.

Por tanto, determinadas conductas como privar a un niño de corta edad del contacto físico que necesita de forma instintiva, no atenderle cuando llora de forma desconsolada o establecer estrictas rutinas para que duerma solo aún a sabiendas de que se siente desamparado, tiene efectivamente consecuencias sobre él en ese momento concreto pero también determinan su desarrollo a nivel físico, mental y emocional a largo plazo.


Efectos negativos por falta de acompañamiento del bebé